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martes, 20 de junio de 2017

Tic, tac, tic, tac... Tercera parte.

Ella aferró el reloj con sus dos manos, implorando que se detuviera...

Durante un buen rato, ninguno de los dos dijo nada, ni se miraron.
Miraban el agua, cada cuál escrutando las profundidades de sus propios pensamientos.
Me llamo Elisa. Dijo ella tímidamente.
La actitud de él la tenía cohibida.
La entendia, y había que romper el hielo.
Te he visto antes por aquí, y he venido todos los días por si aparecías.
Ella susurraba, como si hablara al viento.
Él empezó a relajarse al escuchar sus palabras, por lo menos, le decía algo coherente en una situación incómoda.
Siento lo del otro día. Me asusté. No que me asustaras tú y tus amigos, estaba en mi mundo.
Ella esperó, nada.
Te debo una invitación, sé que pagaste mi consumición.
De nada. Me llamo Javier.
Y se volvió a mirarla.
Tenía unos ojos verdes, ella se quedó impactada como la otra vez.
Vas a salir corriendo?
No. Jajajaja. Es que con esa mirada, haces temblar a cualquiera.
Una sonrisa burlona bailaba en la cara de ella.
Si, ya. Mis ojos. Me pasa muy a menudo. Y al fin sonrió.
Como verás tengo que irme. He terminado mi jornada y he de volver a mi empresa a cambiarme y eso.
Claro que si. ¿Te doy mi número y quedamos un día para la invitación pendiente?
Si, claro.
Se intercambiaron sus números de teléfono, y él se despidió.
Ella quedó allí, sonriente.
No tenía prisa en volver a su casa hoy, ni en muchos días.
Quedaron dos días después, era viernes y apetecía salir, no quedarse en casa.
Ella iba esplendida en unos shorts de seda que se movían al compas del caminar de sus esbeltas piernas, una camiseta de tirantes del mismo tejido le daba un aire vaporoso, unas sandalias negras altas y un poco de maquillaje era todo lo que necesitaba.
Él con un pantalón de pinzas beige, una camisa de hilo con cuello mao le hacía muy interesante.
Al encontrarse decidieron caminar.
Ella se arrepintió de llevar su clutch en las manos, era incómodo tenerlo todo el rato.
Paseando y riendo. Contándose cosas. Se pararon para admirar las luces de la ciudad en un puente muy transitado.
Ella se giró a él.
Bésame...
Él abrió los ojos.
Como diablos lo había adivinado!
Y sin decir nada, la besó.
Ella sintió un torrente de emociones e imágenes.
De ellos, de felicidad, de pasión, de risas, de sabanas blancas, de todo.
Él notó que ella le abrazaba con pasión, y le respondió.
Ya no hubo cena, y la cama de ella lo acogió a él. Al amanecer, ella estaba sentada en el sillón de su habitación, mirándolo.
Pasaron seis meses, y ella se había trasladado a el apartamento de Javier.
Se llevo lo justo y un reloj que pertenecía a su familia.
Ella le dijo que le gustaba verlo cada día.
Nunca se paraba ni se atrasaba.
Solo cambiar la hora dos veces al año.
No iba con pilas y nunca había visto su mecanismo.
Era un legado familiar, de buen tamaño y pesado, pues era de metal.
Algo barroco para el estilo minimalista e informal del lugar, pero encajó perfectamente.
Tenía un característico tic tac.
Y en el silencio vespertino empezaba a subir, y durante la noche era como un latido.
Ella no podía vivir sin ese reloj.
Javier no estaba acostumbrado a ningún sonido en particular, pero pronto apenas se daba cuenta de su presencia.
Elisa era feliz, era su chico.
Por fin lo había encontrado.
No tenía miedo de tocarlo, de besarlo...
Él, cada vez que tenía contacto con ella, sentía un estremecimiento.
No le dio mayor importancia.
Todo era perfecto, ya empezaban a hacer planes.
Un día, al año de conocerse, él se había arreglado para ir al trabajo. Llegaba tarde, se había dormido y en un minuto tenía que salir.
Fue hacia ella y le dio un beso.
Me voy que llego tarde.
Se giró tan deprisa que no vio la cara de ella.
Ella creyó morir, creyó que su corazón se le paraba.
Se quedó con los brazos en alto y las manos hacia él, y una expresión de horror en la cara. No podía articular ni un «hasta luego».
Oyó cerrarse la puerta, y se desmayó.

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