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miércoles, 2 de agosto de 2017

El teléfono.


El teléfono cayó de su mano y se cerró la bata.
Su cuerpo desnudo debajo temblaba por las lágrimas que caían de sus ojos.
Silencio.
La había llamado él, como habían quedado.
Se había tumbado en la cama y habían hecho el amor.
Él nunca pisaba su casa, ni hundía el colchón de su cama, ni sentía sus labios sobre los suyos, pero lo hacían.
Ella se preparaba como en un ritual, como si él traspase el dintel de su puerta.
Se duchaba, se vestía con lencería y utilizaba su mejor perfume.
A la hora convenida, sonaba el teléfono.
Estás preparada, linda?
Sí, lo estoy.
Y comenzaba las mentiras.
Utilizaban la cam y se veían, pero sus pieles nunca se rozaban.
Ella se desprendía de las puntillas y del liguero.
Y se amaba para él.
Lo hacía ardientemente, a la voz del que le decía que la amaba, que era su sueño y la adoraba.
Llegaba el éxtasis, el orgasmos y el dolor del alma.
Cinco minutos bastaba para la despedida y ponerse la bata.
Ella quedaba rota, y se juraba que no lo volvería hacer.
Pero leía la suplica de él de un mañana.
La soledad era su compañera y su otra vida nada.
No era una amante, no era nada.
Solo un cuerpo desgarrado por la rabia de ser débil, de ser nada.

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