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viernes, 30 de junio de 2017

Nuestro banco.

Sus manos se juntaban en el pomo del bastón de madera.
Miraba sus manos, rebosantes de edad, de manchas y de vejez.
Sentía en su cuerpo que pronto partiría, lo deseaba.
En un banco del parque consumía poco a poco el tiempo que le quedaba, recordando toda una vida dejada atrás.
Miraba con ojos enfermos la vida que pasaba deprisa, sin detenerse de cuerpos más jóvenes que el suyo.
Él también fue joven.
Aún sentía frescos lo recuerdos de su amada, hacia ya diez años que se fue.
Era él de los pocos viudos que vivían, siempre pensó que él partiría antes.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y bajo el rostro hasta apoyar la barbilla en sus manos arrugadas.
La cuidadora lo había dejado allí, entre el ruido de la vida y la media sombra de este día espléndido.
En su banco, él lo llamaba nuestro banco.
Allí pasó una eternidad con ella.
Los primeros paseos, los besos robados, cogiéndose de la mano, ver a sus hijos crecer.
Nuestro banco.
Con mano temblorosa sacó un blanco pañuelo y se enjuagó los pequeños ojos.
Ya no olía a ella.
Ni su pañuelo ni su vida.
Solo la alegría de la foto que llevaba en la cartera y que nunca olvidaba de contemplar cada día.
Ese perfume a jazmín que lo impregnaba todo, hasta quedarsele grabado en cada neurona.
La echaba de menos, y a su perfume también.
Pasó un buen rato y la cuidadora llegó y se sentó a su lado.
Llevaba la bolsa con las medicinas, y le decía algo de irse ya.
Un poco más, le rogó.
Ella condescendiente, se acomodó en el banco y se sumió en sus propios pensamientos.
Su mujer no se hubiese quedado callada, siempre tenía algo que comentar.
Ese pájaro que va de árbol en árbol, ese niño que se pone perdido de tierra, esa nube solitaria.
Ella sabía que él la escuchaba, que le gustaba su voz, algo grave para una mujer, a la cual pocas veces se le había resistido.
Elisa, cuando volverás...
Todavía tenía esa esperanza en el corazón, y un pequeño estremecimiento empezó a rondarle.
La cuidadora le dijo de marchar ya, que era la hora, que con su paso llegarían justo a la hora de la comida.
Le ayudó a levantarse, pasó un brazo por debajo de su cuidadora para mejor caminar y dió unos pasos.
Algo le detuvo y miró atrás.
Ella estaba allí, preciosa, con esa sonrisa que le dió antes de partir.
El estremecimiento seguía creciendo dentro de sí.
Pronto volvería a ser nuestro banco.



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