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martes, 4 de julio de 2017

Estoy.

Me quedo mirándome en el espejo.
Es uno de cuerpo entero.
Voy vestido con un pantalón y la camisa medio desabrochada.
La mitad del faldón de ésta, está salida, caía, dejada...
Voy descalzo, siento las pequeñas rugosidades del parquet en las plantas de mis pies.
Mis brazos cuelgan inertes, desganados, tal vez muertos.
Mi cara es una máscara sin vida, porque tú no estás.
Ésta mañana te he enterrado, hundida en la tierra porosa, en la herida abierta al cielo.
Hoy ha habido dos entierros, en el cementerio y en mi corazón.
Miro al espejo y me veo sin ver.
Cuántas veces estaba aquí y tú me rodeaban con tus brazos por detrás, notando tus pechos en mi espalda, tus brazos rodeándome y tu perfume embriagándome.
Pero no te veo, no te siento.
Estoy sin dolor y sin lágrimas.
Estoy sin estar.
Estoy solo yo, y tú no.
Aún veo tu ataúd, casi deseaba tumbarme encima y dormir contigo.
Y ese ruido deslizante de la tierra echada mecánicamente por los peones del cementerio.
¿Que veo? ¿Que espero?
Y me acerco a aquel que me mira, que es un yo doblado.
Miro sus ojos y están muertos.
Pongo una mano a cada lado del reflejo.
Dos mitades, y apoyando la cabeza, deseo que seamos solo uno.
Solo estás en mi mente, en mi corazón y en mi pulso.
Sube la rabia incapaz de contenerla, y mi mano derecha convertida en un puño, se incrusta de un seco golpe en ese espejo que me dice:
¡Estás vivo!
Miles de fragmentos salen despedidos, y en la grieta de araña, fluye la sangre roja de la desesperación.
Dos gotas gruesas de agua sal, se escurre de mis ojos.
No hay vuelta atrás.
Tú mueres, yo vivo.
Y como acordamos, mañana despertaré con el sol.

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