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domingo, 2 de julio de 2017

La magdalena de chocolate.

Voy en el autobús de vuelta casa.
Está todo lleno de gente y no me importa.
Milagrosamente, he conseguido un sitio al final del vehículo, mejor, como no me bajo hasta la última parada, ni me molestan ni molesto.
Era un milagro haberlo encontrado.
Normalmente siempre está lleno, nadie quiere ir de pie y encontrar uno desocupado es misión imposible.
Así me da tiempo a recordar lo que hace que tenga esta sonrisa, que no se me irá durante días.
Soy una mujer más bien normal, no muy guapa y ni siquiera visto bien.
Andaba paseando por las calles más concurridas de la ciudad.
Gustaba en el otoño, pasear tranquilamente y sin prisas.
La niña en el cole y una dándose el gustazo de la paz.
Me había levantado muy temprano, casi las siete, y puestos los pies en el suelo, ya todo me impide ocuparme un poco de mi.
Las tareas de casa y de familia son interminables, de día y casi de noche, y entre lavadoras y desayunos, preparar mochila y niña, apenas me queda unos minutos para ponerme la ropa, la que pillo, verificar el contenido de mi bolso y salir con la cría a la parada del autocar escolar.
Besos y un te quiero en la despedida, y comienza la mañana que me impongo cada semana de relax.
Cómo iba diciendo, paseando el estómago rugía protestando por tenerlo olvidado y obligado a un ayuno espartano.
No me falta cuerpo, me sobra algo pero eso de dar un concierto no era lo mío.
Y voy pensando que es lo que voy a desayunar, casi ya comer.
Y voy mirando escaparates y precios.
De repente una hermosa magdalena de chocolate me llama la atención.
No solo sus gruesos trozos de chocolate que se veían por encima de la masa horneada.
Es que estaba allí, sola, en la inmensidad de otros dulces, huérfana que nadie había querido paladear.
Note a mi derecha una presencia masculina, pero no le di importancia. Tanta gente...
A quién le toca, dijo una joven dependienta con una agradable sonrisa.
A mi!, contestamos los dos.
Yo me giré para mirarlo y él me miraba.
Yo llegué antes.
Yo estaba mirando para ver lo que había.
La chica miraba, en silencio, sin tomar partido por ninguno de los dos.
Él extraño, con su suspiro, me dió la vez.
Pedí un café con leche descafeinado  de máquina, que digo siempre de carrerilla y casi sin respirar, y me pones esa magdalena de chocolate que está ahí tan sola.
El hombre, al sentir mis palabras preguntó:
Tienen más?
Ya no nos quedan más. Hoy las hemos agotado muy rápidamente.
Una punzada de caridad empezó a clavárseme en el corazón y casi claudiqué ante su cara con expresión lastimera.
Siempre desayuno esa magdalena, día tras día.
No sabía si se lo decía a la chica o a mí.
Durante unos minutos sopesé la situación, podría conformarme con cualquier suculenta bollería, pero me negaba a ceder.
Me trajeron lo mío, pagué y busqué una mesa para dar cuenta de mi desayuno.
Él no se que pediría, vino con otra taza de café con leche.
Puedo sentarme?
Me puse a pensar, no me gustaba este tipo de encuentros con desconocidos, más bien era la primera vez que me lo proponían.
Si, claro. Puse mi voz más educada, pero mi mente decía: ya me estás jorobando.
Aunque no podía quejarme, atractivo sin llegar a ser guapo.
Con esos ojos negros y esas canas interesantísimas.
Vamos, mi tipo.
Pero ese día no tenía muchas ganas de conversación ni de conocer a nadie.
Y luego estaba el problema de la magdalena, ya que él solo llevaba su bebida.
Me di cuenta de que la miraba a hurtadillas.
Él y yo. Yo y el.
Y la dichosa magdalena allí en medio.
¿La quieres?, Pregunto más por picar que por claudicar.
Él me miraba.
No, no. Es tuya, la has pagado tú.
La situación no podía ser más cómica.
Dos adultos peleando por un bollo con chocolate como dos niños.
¿No te la comes?, pregunta curioso.
Me estás mirando. Ni tan siquiera se tu nombre.
Ay... Perdona. Fernando es mi nombre.
Yo me llamo María.
Ya no supe que decir.
La situación me incomodaba, me enfadaba. A la porra mi tranquila mañana!
Y él tampoco tenía conversación.
Durante interminables minutos nos dedicamos a beber nuestras bebidas, dejando allí esa cosa que ya no me apetecía comer.
No eres muy hablador, comenté con un poco de sorna.
Él me miraba con cara indefinida, y con los ojos un poco culpables.
Jajajaja, de repente se echa a reír y yo pongo una cara de no saber comprender.
Ya me contarás el chiste.
Es por la situación, es muy cómica.
Si, ya. Me has chafado el desayuno y la mañana.
Lo siento, no era mi intención. Además, por lo menos estoy hablando con una mujer guapa.
Yo, ante esas palabras, miro a mi derecha y a mi izquierda.
No veo esa mujer guapa.
La tengo delante de mí.

¿Estás ligándome?
Puede...
Y todo por una magdalena. Muy original.
Hay que serlo, jajajaja.
Maldita sea. Se reía y cada vez me gustaba más.
Pues ya no me interesa, y le acerco el platito con la inocente magdalena.
A mi tampoco, te invito a una caña y una tapa y pasamos de estas ñoñerías.
Pagarás tú, dije con todo mi morro y mi cara de inocencia.
Hecho!
Nos levantamos y allí se quedó, solitaria magdalena en medio de la mesa y de las tazas vacías.

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